

El crimen de Kim Gómez, de 7 años, escanea lo peor de nuestra sociedad. Nos desnuda sin contemplaciones.
Una vida truncada por dos malvivientes menores de edad. Un hecho que pone sobre el tapete otra tragedia. La que venimos engendrando desde hace décadas y tiene que ver con acentuar la marginalidad. Ese flagelo que surge de la crisis social y falta de valores en la que Argentina se ha sumido profundamente.
El desprecio por la vida de la infortunada niña surge a partir de ese mismo sentimiento que, seguramente, padecen estos dos asesinos por las suyas. Semejante crueldad revela un síntoma del caos que nos invade. Y que hipoteca claramente el futuro de la comunidad en su conjunto.
Como cada vez que lamentamos un episodio de este tipo, la liviandad del poder político, ese que se esconde en facilismos para no hacerse cargo de tanta desidia, saca de la manga la única propuesta que se le ocurre: bajar la edad de punibilidad de los menores que delinquen.
“Simplemente un parche. Que nada va modificar un contexto donde la marginalidad crece día a día de la mano de los mayores índices de pobreza. Y de una educación que se ve maltrecha, justamente por un combo que despedaza cualquier proyecto de vida”, sostiene con crudeza el licenciado en psicología Enrique Borgarelli, quien ha trabajado durante años con problemáticas de minoridad en el ámbito judicial.
Al cabo, se trata de un escenario insalubre.
Para quienes suponemos estar dentro del sistema. Y, por obvias razones, para quienes transitan fuera. Y no tienen forma de ser parte de él. O ingresar por los benditos méritos que cierta clase dirigente suele recrear desde la comodidad de sus mullidos asientos.
La pregunta es: ¿qué hacemos con estos dos delincuentes de 17 y 14 años que terminaron con la vida de Kim?
La respuesta tiene un lugar común. De ninguna manera los queremos sueltos, en la calle. Y esperemos que así sea.
Pero el eje de la discusión sigue siendo otro frente a estos hechos aberrantes.
¿Qué políticas y acciones deben adoptarse, y de manera urgente, para que no sigan pululando tantos pibes sin destino?
Adictos a las peores sustancias, parias de un sistema de hambre y de carencia de oportunidades que sólo les enseña dos o tres materias abominables: el desprecio por la vida. La cultura del no esfuerzo. Y alimentar el rencor.
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Una historia. Mil historias…
Pasaron casi veinte años…
Lucas, quien ya debe rozar los 35, era un interno más de ese Hogar que contenía a adolescentes de su condición.
Pibes que llegaban por diferentes cuestiones –todas neurálgicas- a un edificio derruido por el paso del tiempo, aunque dignificado por quienes se desempeñaban allí para contener a tantos residentes con futuro hipotecado.
“¿Qué le pasó a ese chico en el ojo?”, recuerdo haber preguntado, de curioso nomás.
-Lo tiene ulcerado. Nos preocupa porque puede afectar a su otro ojo que está sano. La madre lo golpeó y se lo quemó con un cigarrillo.
-… ¿Por eso llegó acá?
-No. Está acá porque se le dio por delinquir. Después de tres o cuatro hechos de robo, y tras conocer aquel episodio con su mamá, se decidió sacarlo del ámbito familiar. Y acá está.
-¿Qué edad tiene?
-13…
* * *
Entender que estamos frente a un escenario cruel y dramático, es el primer paso para que no lloremos en el futuro a otras Kim.
Interpretar que este dilema es el más profundo que debemos desentrañar si apuntamos a lograr una sociedad mejor.
Sin estas tremendas heridas -como las de Kim, e incluso la de Lucas- tan difíciles de suturar.
De una buena vez, hagámonos cargo.